domingo, 28 de mayo de 2017

El camino espera


Sé que he hecho mal. Me he ido quince días a hacer el camino de Santiago y no os he contado nada. En mi defensa diré que han pasado tantas cosas que no sé por dónde empezar. ¡De verdad! El día que abra la boca querréis que la cierre para siempre, así sin más.

Y la gran mayoría de ellas no os las puedo contar ahora.

A ver.

Eso es mentira.

Os las puedo contar perfectamente, pero se perdería un poco la gracia, la verdad.

Pero puedo empezar por hablaros del camino. Me puedo poner muy intensa y trascendental y contaros que me ha cambiado la vida. Os puedo contar cómo,  paso a paso, me he ido convirtiendo en alguien distinto, alguien a quien no me importaría conocer cada día un poquito más. También puedo echarme confetti por encima mientras os lo cuento.

Pero elijo empezar por deciros que soy feliz, como hacía décadas que no era. Y me duele saber que no exagero ni un poquito. He dejado la veintena atrás con tristeza, dándome cuenta de que no me parecía en nada a la niña que fui, que siempre quise seguir siendo.  

Y cumplir treinta… ha sido el mejor despertador que se puede tener.

Y me fui a hacer el camino. Porque quería. Porque podía. Y me fui sola, con menos miedos de los que esperaba, y cargada de ilusión.

Por supuesto, como no podía ser de otra manera, no me preparé en absoluto. Quiero decir: hay gente de setenta e incluso de ochenta años que lo hace, no podía ser tan complicado, ¿no?

Cogí una mochila vieja que encontré en casa de mis padres, me compré un palo de cuatro euros por internet, unas botas nuevas que sólo me puse para comprobar que me iban bien, un sombrero de explorador del Decathlon y un montón de calcetines. Cogí un par de mallas de mi armario, cuatro camisetas viejas y un pack de bragas de algodón de esas que dices que nunca te comprarás pero que resultan ser lo mejor que te has puesto en tu puñetera vida.

Me cogí un tren a León y decidí que iba a poder con ello.

El primer día fue terrible. Y el segundo. Y el tercero. Después de casi cinco años sin moverme de una silla, escribiendo, componiendo sin parar (y para qué, diréis muy sabiamente)… después de cinco años viviendo bajito, sin hacer todo lo que quería hacer, todos mis músculos y mis huesos tenían una crisis de identidad muy grande. Vamos, que me dolía absolutamente TODO.

El cuarto día me caí. Me avisaron de que iba a ser un día duro, todo bajada, que me lo tomara con calma, que lo mismo llovía.

Que lo mismo llovía.

Hijos de una hiena.

Diluvió.

Llevaba las mallas de deporte más absurdas del mundo, una chaqueta-chubasquero de cinco euros del Decathlon y un poncho enorme que me dio mi padre en el último momento con una mirada de “fíate de mí que soy gallego” a la que no pude decir que no. Y menos mal. Me puse todo lo que tenía y, encima de las capuchas, mi comiquísimo sombrero de explorador de ala ancha y cordón.

La mierda de ir sola a estas cosas es que nadie te puede sacar fotos a la altura de las circunstancias.

Pues me puse a subir los montes que me quedaban hasta llegar a Foncebadón. Y después bajada. Hasta Molinaseca. Porque todo lo que sube baja, y sólo ahora que he hecho el camino de Santiago entiendo esa puta frase de verdad.

Me caí a mitad de jornada. Más bien me comí el suelo, con ganas, con alevosía y hambre, vaya. Otra vez, no había nadie a mi alrededor para disfrutar de la soberana hostia que me metí, así que me tuve que reír sola y seguir andando como si nada, porque la vida sigue, y el camino espera.

El resto del día lo pasé escuchando música celta y riéndome sola bajo la lluvia, arrastrando un poco la pierna izquierda, porque algo me había hecho en la rodilla pero estaba demasiado flipada con el maravilloso paisaje como para pararme a mirar, o siquiera pensarlo. No podía dejar de dar gracias por estar viva, por haberme atrevido a echar a andar cuando todo el mundo me decía que me había vuelto loca, que no lo iba a conseguir, que por qué no me iba a una playa a Portugal a ver pasar el tiempo y beber sin parar.

En pleno diluvio, me perdí, y encontré el camino de nuevo detrás de una casa. Tenía que haber sacado una foto, sólo así comprenderíais cómo me sentí.  Creí que el mundo se hundía bajo mis pies.

No podía bajar por ahí.

Sólo llevaba un palo, un poncho que me quedaba cuatro tallas más grandes y una rodilla que se negaba a funcionar. Ahora en casa me imagino allí, lo pienso bien, y fui una imbécil y una temeraria. Sin ningún tipo de preparación, sin el equipo adecuado y con una rodilla jodida (que aún a día de hoy, unos veinte días después, médico y rehabilitación, no me deja andar bien) miré el hoyo embarrado que hacía de camino y me lo pensé. Llamé a mi padre, buscando fuera de mí ese sentido común que obviamente yo no tenía, y mi padre, que no veía lo que yo veía, que no le dolía lo que a mí me dolía ni llevaba veinticinco kilómetros a sus espaldas bajo la lluvia, no supo qué decirme. Se debatía entre animarme a seguir y conseguirlo y  darme permiso para rendirme… me quedaban menos de 10 kilómetros, y justo en ese momento aparecieron dos señoras de unos cincuenta años, súper equipadas hasta los dientes, con dos palos técnicos maravillosos y mini mochilas… me sonrieron… y se metieron en el hoyo.

-       Papá, perdona, tengo que dejarte. Han pasado dos señoras y ahora tengo que ir. Joderjoderjoder. Te dejo. Te llamo cuando salga… - colgé – si salgo.

Agarré mi palo y las seguí hacia la oscuridad. Apagué la música. Lo guardé todo bien guardado y me concentré en no caerme. El hoyo embarrado poco a poco se fue convirtiendo en sendero, lleno de piedras y con un riachuelo improvisado por la lluvia constante. Las ramas de los árboles se cernían sobre nosotros, atrapando la luz. Hubo un par de momentos en los que realmente pensé que no saldría de allí. Bajada constante, el suelo mojado, no paraba de llover... Mi rodilla estaba cada vez peor y el cansancio se iba notando cada vez más. Recuerdo que iba musitando “poco a poco, poco a poco” constantemente, como si de una oración se tratase. En algún momento adelanté a las señoras, que parecían sacadas de un anuncio de Desafío Extremo y a sus dos pares de palos técnicos repipis que aprendí a odiar de pura envidia pasajera (porque mi palo es lo puto más), pero estaba tan concentrada en no caerme colina abajo que ni siquiera pude saborearlo.

Y llegué. Llegué a Molinaseca, joder. No podía creérmelo. Caminé hacia el primer banco que vi y me eché a llorar. Llamé a mis padres, que por supuesto nunca dudaron de que lo conseguiría, claro, y me quedé un rato ahí, clavada, mirando la lluvia caer, porque por supuesto seguía lloviendo.

En fin. Aventurillas como ésta, todos los días. Conocí a un montón de gente, reí, lloré, brindé con gente que venía desde la otra punta del mundo, hice un amigo para toda la vida y encontré el sitio perfecto al que volver. Me perdí tres veces, pasé miedo otras tres, y me hicieron fotos guiris desconocidos que no podían creerse mis pintas y lo confundían con “autenticidad y austeridad”, como si fuese el mejor complemento de moda para las selfies de su viaje. Que no señora, que ni lo uno ni lo otro: es que no tengo ni dinero ni ganas para forrarme entera de The North Face.

Mentira.

Mentira otra vez.

¡Si tuviera dinero me hubiese comprado hasta protegeslips de The North Face, joder!

Hacer el Camino de Santiago sola fue un puñetero regalo, la mejor peor idea que he tenido nunca, el viaje que siempre quise emprender y nunca tuve el valor de imaginar. Fui de León a Santiago, y ahora quiero más.

Bailé en el bosque, canté en la oscuridad. Hablé con el viento y me perdí entre las ramas de los árboles al andar. Reí, lloré, soñé con tanta fuerza que me dolía el alma de tanto amarlo todo sin parar. Fui tan feliz que pensé que iba a entrar en combustión espontánea.

Esta nueva yo empieza hoy a planear el camino entero. Sola, por supuesto. Sola, con todo lo que soy y todo lo que temo... Que cada vez es menos, la verdad. Y con todos vosotros… ¡porque luego vengo y os lo cuento!

Seguiré andando, porque la vida sigue, y el camino espera.


sábado, 29 de abril de 2017

Buen camino


Llega un momento en la vida en el que cumples 30 años y ya no puedes mentirte más a ti mismo. Llega un momento en el que abres los ojos, te descubres, y resulta que no eres la persona que pensabas que eras.

Ayer dejé atrás la veintena y os juro que me siento diferente. En parte porque esto de pasar de década tiene su importancia emocional, y en parte porque estoy estrenando unas bragas fabulosas que me compré el otro día en El Corte Inglés con bastante reticencia por eso de que la experiencia no molaba tanto como dejar que te roben descaradamente en Victoria Secret por unas braguitas que 1) no son tu talla y 2) sabes perfectamente que no van a aguantar ni tres puestas,  y la verdad, no sé cómo he vivido tantos años sin ellas. Cumplir 30 y empezar a comprarte la ropa interior adecuada es todo uno, parece ser. Y sienta jodidamente genial.

Soy otra. Lo juro. La próxima vez que me pregunten “qué le dirías a tu yo de hace 10 años” responderé: “no te fíes de los anuncios. Vete al Corte Inglés y deja que la especialista en bragas te diga lo que necesitas, que tú no tienes ni puta idea.” Me irá mejor. Seguro.

Pero bueno, el caso es que mola cumplir años, porque ya te vas conociendo, y todo te va dando más igual. Porque te aceptas y no le das tanta importancia a las chorradas que antes parecían asuntos de vida o muerte… y, en casos como el mío, también mola porque te vas quince días a hacer el Camino de Santiago y no puedes esperar a dejar el mundo, tus peque problemas y tus putos sueños atrás por unos días.

Así que ahí estamos, preparando la mochila. En unos días me voy a hacer el camino, a desaparecer un ratito, a coleccionar ampollas, agujetas y pensamientos errantes. Si ya he estado bastante ausente en las redes sociales en los últimos meses, nos esperan unos días de absoluto silencio si todo va bien… o de tweets histéricos si me aburro mucho, porque me voy sola. He decidido hacer el camino igual que voy por la vida: solita, con una gran carga a las espaldas que yo misma he puesto ahí y un palo. A ver, palo el que me han dado una y otra vez, pero bueno, para andar la verdad es que tiene su gracia.

Nos vemos en un par de semanas por aquí comentando lo duro que es andar mucho rato durante muchos días, lo fútil de la existencia humana y la delicia de las pequeñas cosas.

Buen camino.



domingo, 9 de abril de 2017

Persigue tu sueño


“Persigue tu sueño, no lo dejes ir jamás, y todo irá bien.”

Y yo, como una imbécil, les creí.

Así que hice las maletas, físicas y emocionales, y eché a correr detrás de una idea, de un concepto que ni siquiera era mío: lo había heredado de los 80, como mi pasión por los videojuegos de arcade y el iridiscente pop electrónico. Corrí pensando que lo conseguiría, que sería especial. Iba tan deprisa que más que un sueño parecía un póster desgastado de la habitación de alguna otra adolescente igual de borrosa que yo, a la que el mundo iba a castigar por tener tetas y ser normal, como yo.

Di por sentado que llegaría, sería como David Bowie, y me emocionaría todos los días cantando cosas que significaban algo desde algún sitio como París o Nueva York, escribiendo letras que me convertirían en alguien mejor, bebiendo mucho café, fumando ocasionalmente, colaborando en musicales de Broadway porque “why not”. 


Corrí, sin mirar atrás.

Pero si os soy sincera, y últimamente no puedo dejar de serlo, nunca me imaginé a mí misma haciendo nada de eso, al menos no en serio. Creé una versión de quién creía que era, que encajaba en el sueño, pero esa chica, ahora lo sé, no era yo. Mi vida era como ver una película con una protagonista que me recordaba un poco a mí, y que no acababa de entender del todo. Era bonito y un poco triste a la vez. En las contadas ocasiones en las que me paraba a respirar, fantaseaba con una casita pequeña en un bosque con vistas a un lago, una acogedora biblioteca con chimenea y una bodega llena de vinos buenísimos. Pero me lo dijeron tantas veces… estaba en todas partes: “tienes que triunfar, tienes que soñar a lo grande, y tienes que perseguir ese sueño sin descanso”. Y les creí. Empecé a pensar que de eso iba la vida, de perseguir sueños. De dejar todo lo demás atrás.

Y ahora, a unos pasitos de los treinta años, me he dado cuenta de que llevo tanto tiempo soñando que me he perdido mi puñetera vida. Y sinceramente, no me quiero perder nada más. Así que he decidido cambiar, cambiarlo todo.

Al principio lo único que quería era despertar, dejar de soñar. Después pensé que lo que necesitaba era otra forma de soñar el mismo sueño. Y por último decidí, no sin un tremendo dolor en el pecho que parecía prender fuego al aire que respiraba, que lo que necesitaba era otro sueño que reemplazara al viejo.

Han pasado años desde que soñé la música, y he cambiado tanto, tantísimo, que sabía que no me costaría mucho encontrar otra gran pasión escondida debajo de las enciclopedias que siento que he escrito sin mirar dentro de mí misma… y que jamás leeré, por supuesto. Me tragué sin rechistar esa idea de necesitar un sueño distinto que perseguir incansable hasta el infinito y más allá, y me puse manos a la obra.

Y ahora, después de meses de arduo trabajo emocional… me he dado cuenta. He encontrado la respuesta. Y es tan jodidamente evidente, que me duele pensar que ha estado allí todo el tiempo y no he sido capaz de verla. Estaba tan ocupada intentando triunfar, intentando ser feliz, que perdí de vista lo esencial.

No sé por qué, cuando imaginamos un sueño, tendemos a pensar que los sueños son una fuerza estática, un destino fijo, la materialización indisoluble de quienes debemos ser. Pensamos que un sueño es un lugar, un objetivo y un billete de ida cerrado con fecha de caducidad. Pero nos equivocamos. Nos equivocamos todo el rato sin parar... cómo no.

Y es que estoy empezando a pensar que a lo mejor soñar es como respirar, una función más que no podemos evitar, que no hay manera de encauzar. A lo mejor un sueño es simplemente un parpadeo de humanidad en la oscuridad. Un latido en el silencio. A lo mejor es viento y (perdonadme la cursilería extrema pero no lo he podido evitar) nosotros el barco perdido en mitad del mar. A lo mejor los sueños son la energía renovable que nos mantiene con vida y en movimiento… y no tienen nada que ver la tiranía del éxito. Y cambian, y evolucionan, vienen de todas partes y de ninguna a la vez. Y nosotros tenemos derecho a perdernos, a no entenderlos, a cambiar de rumbo y explorar todo el puñetero universo, a dejarnos llevar por el mar… a saltar de un sueño a otro, saborearlos todos o dejarlos pasar..., porque la vida es muy larga, pero demasiado corta como para ponerte a pensar qué es vivir y qué es soñar, dónde empieza el cielo y dónde acaba el mar.

Porque… ¿y si la vida no va de cumplir un sueño?

¿Y si el sueño es saber seguir soñando, sin más?

Pase lo que pase. Soñar contra todo pronóstico. Soñar, ya está. Y vivir tu vida. La que te gusta. La que te hace sentir bien. Una vida que no tiene por qué tener sentido. Una vida que recoja todas las cosas que te hacen feliz, que camine hacia el sueño de poder seguir soñando y cambiando, reinventándote sin miedo y sin razón, retozando en una caótica rutina que sea realmente tuya, y no una persecución desesperada de un concepto de “triunfo” que has heredado sin mirar.

¿Y si la vida va de vivir soñando? ¿Y si el único éxito que existe es ser feliz con lo que hay?

Me revuelvo en la silla. Son las tres de la mañana de un sábado y estoy en casa escribiendo, sola, sintiéndome caer. Y es genial. Tengo todas las ventanas abiertas y hace un poco frío, pero por fin algo tiene sentido. Me fumo un cigarro y me pongo a canturrear en la oscuridad. 

No sé qué va a ser de mí mañana. No tengo ni la más mínima idea de qué voy a hacer con mi vida. La verdad es que no tengo ningún plan, no persigo ningún objetivo en concreto y tampoco busco triunfar más allá de preparar el capuccino perfecto mañana para desayunar. No tengo ni idea de hacia dónde voy, ni a dónde voy a llegar, pero ¿sabéis qué?

A lo mejor ése es el maldito sueño.


A lo mejor ésta es mi jodida forma de soñar.


martes, 21 de febrero de 2017

Una chica, sin más

A ver. Ésta es una de esas historias que no cuentas. Son cosas que te pasan, y una parte de tu cerebro piensa que lo estás viendo por televisión, que es imposible que algo así esté sucediendo, a ti, que eres una persona tan tranquila, tan jodidamente normal. Y decides olvidarla, dejarla atrás.

Hace un par de años, que parecen quinientos pero en realidad no fueron más de tres, tuve un percance con un taxi.

Estaba volviendo a casa un viernes noche. Serían las dos o tres de la mañana. Había bebido un poco y decidí que era más seguro coger un taxi que volver andando a casa. Vivía muy cerca, por la glorieta de Bilbao, a veinte minutos andando del bar en el que estaba pero “¡qué narices!”, pensé. “Me voy a pedir un taxi que llevo tacones y eso hay que celebrarlo”.

Cogí el taxi. Le di la dirección de mi casa y bajé la ventanilla para disfrutar del frescor de la noche… y huir un poco del clásico ambientador de coche, que siempre me da una especie de urticaria emocional.

El conductor bajó la radio que llevaba puesta y empezó a hablar conmigo. Eran preguntas normales: qué tal la noche, si había bebido mucho, que cómo somos los jóvenes, ja ja, que si había quedado con amigos… Y luego empezó a preguntar cosas como si vivía sola, si tenía novio… que si me sentía segura en el barrio. Que si me gustaba fumar.

Llevaba un par de cervezas encima, pero mi cerebro en seguida empezó emitir mil señales de alarma. Dejé de contestar, fingí que me llamaban por teléfono y clavé la mirada en Madrid. El conductor seguía hablando. Que por qué me ponía así, que había que ver cómo era… El tipo estaba haciendo movimientos extraños, pero era de noche, estaba oscuro y yo jamás hubiese podido imaginar que se pudiese estar tocando. Todo aquello superaba mi definición de surrealista, así que lo bloqueé mentalmente y empecé a rezar. Vi un bar, y le pedí que parara ahí mismo, que había olvidado que había quedado con una amiga en ese bar. Se rió y siguió conduciendo. Y siguió tocándose.

Llegamos a mi casa. Le medio tiré un billete de cinco o diez euros, no lo recuerdo, y salí pitada. Ahora me parece ridículo que encima le pagara la carrera al degenerado ese, pero no era capaz de imaginar que la historia no terminase en ese maldito taxi. Le oía corriendo detrás de mí. Riéndose. “¡Pero mujer! ¡Cómo eres! Déjame que te acompañe hasta el portal, ¡no te vaya a pasar nada! ¡Que te llevo hasta la puerta!”.

Me maldije a mí misma y al mundo entero por llevar unos preciosos tacones esa noche, justo esa, y metí la llave en el portal temblando, mascullando mil improperios. Había visto muchas películas, y me parecía estar en una de ellas, representando un papel sin más. Pero no.

Cerré la puerta justo en su cara.

El muy hijo de puta estaba encantado. Se lo había pasado de miedo persiguiendo a una muchacha por la calle con media chorra fuera. Aporreó la puerta, riéndose, frotándose contra ella, diciendo cosas que sobrepasaban mi nivel de comprensión humana. Subí corriendo las escaleras. Entré en mi casa, cerré la puerta y eché el cerrojo.

No encendí ninguna luz. No quería que supiera cuál era mi piso. Me acerqué a la ventana a ver si se había marchado. Se estaba pajeando en la puerta. Me alejé de la ventana. Estaba temblando. Quería llorar, romper algo. Estaba enfadadísima. Con él. Conmigo misma. Con los putos tacones.

Me di una ducha, me puse el pijama y me enterré bajo el edredón. Y decidí que nunca más me sentiría así de desvalida. Que la próxima vez sabría reaccionar. Le metería una hostia. Apuntaría su número de licencia de taxi. Su matrícula. Llamaría a la policía. Le harías sentir como la basura que realmente era. Yo que sé. Algo. Lo que fuera. 

Me pasé días, semanas, caminando a medio correr, mirando a todos lados, sospechando de cada taxi que pasaba cerca de mí o de mi casa. Rezaba para no volver a verle jamás y rezaba aún más para encontrármelo un día andando por la calle, desprevenido, y enfrentarme a él. Ese mierdas sabía dónde vivía, ¿qué le impedía volver otro día a terminar lo que empezó?

Por eso cuando alguien me dice que lo pasó este fin de semana no es para tanto, que el hecho de que un conductor de Cabify haya cogido mi teléfono sin permiso y me haya pedido quedar debería tomármelo como un piropo… me pica el alma. Porque no es un piropo que alguien piense que puede disponer de mí según le plazca, sin contar con mi consentimiento primero. Porque los malos no surgen de debajo de las piedras de un día para otro: se van forjando poquito a poquito en personas que piensan que tienen más derecho a ser felices que los demás, pasto de un privilegio que no son capaces de comprender ni de manejar.  Los taxistas, los policías, los profesores, médicos… son personas en las que confías instintivamente, y cuando son ellos los que se exceden, los que se aprovechan de una situación que tú te has visto forzado a aceptar (porque necesitas llegar a casa, has tenido un problema grave, necesitas una educación, estás enfermo…), aunque el abuso sea leve, solamente un poquito, es doblemente duro porque no te lo esperas en absoluto, porque esas son las personas que se supone que te tienen que ayudar.

Por eso es una cosa seria. Por eso me preocupa. No porque un tío desconocido me escriba por teléfono, sino porque era el tío con el que yo contaba para huir de todos los demás, para volver a casa tranquila, sin mirar por encima del hombro.

Porque no debería hacer falta una historia truculenta para que otros entiendan que no quieres que gente que no conoces, ni quieres conocer, tenga acceso a tus datos privados. Y porque, lamentablemente, ésta es una historia de muchas, una gota en un océano de pesadillas mil veces peores, millones de heridas mil veces abiertas.

Estas dos historias acaban bien. Soy una chica con suerte… pero debería ser una chica que no la necesita. Debería ser una chica, sin más.  

domingo, 12 de febrero de 2017

Eurowestworld

¿Habéis visto Westworld ya? ¿Sí? ¿No?

Es bestial. Tenéis que verla.

No os quiero hacer spoiler, pero es que ayer vi el final de la serie y la selección del representante español de Eurovisión… y me di cuenta de que Eurovisión es como Westworld: hay dos juegos distintos que se ejecutan a la vez, dos niveles superpuestos. El más evidente y superficial, en el que cada país lleva una candidatura, una canción, un artista, una propuesta estética y televisiva para compartirla con los demás, y sólo uno gana y los demás pierden.

Y luego está el verdadero juego, el laberinto que hinca sus garras en lo más profundo de nuestra identidad artística musical y en los resquebrajos del comercio de entretenimiento a nivel internacional. 

Y son muchos los jugadores que buscan divertirse, brillar y ver satisfechos sus deseos más oscuros, y muchos los locales que luchan por completar y comprender sus lacerantes narrativas. Pero no hay suficientes valientes buscando entender el puñetero laberinto. 

Eurovisión no es sólo un concurso televisivo y musical. Es una fiesta, sí, amada por muchos, despreciada por otros... Pero Eurovisión es también una feria para profesionales: todo el mundo gana si lo hace bien, y todo el mundo pierde si no se sabe muy bien por qué está ahí. Y eso es lo que le pasa a España, año tras año.

Se han escrito mil tweets sobre lo que pasó anoche, tweets de enfado, de pena, de rabia y de desconocimiento… tweets halagadores, otros graciosos o sin ninguna gracia. Permitidme que, después de mis cuatro chistes de rigor en Twitter y dejando de lado mis pequeñas preferencias personales que de ninguna manera fueron satisfechas anoche, os deje este pequeño comentario para finalizar.

Eurovisión es un negocio. Como Westworld; es un parque temático de música, que busca hacer bailar a unos... hacer negocios con otros... y encontrar algo más, algo único que lo cambie todo. Es un escaparate comercial, el sitio en el que forjar alianzas, conocer gente y tender puentes. El lugar perfecto en el que contactar con inversores, con medios extranjeros y compañías musicales que de ninguna otra manera hubieras llegado a saludar jamás. Y tenemos que tomarnos el juego mucho más en serio.

Nuestro representante en Eurovisión será un embajador de las artes españolas en Europa. Va a hacer trescientas entrevistas, dará conciertos, viajará y contará a todos quienes somos, cómo somos, y qué queremos ser para ellos. Será la persona con la que compararán el concepto que tienen de nuestra cultura, nuestras costumbres, nuestra profesionalidad y nuestra calidad humana y artística. Será nuestro primo, y cuando viajemos a Alemania a pedir trabajo, o cuando vayamos a conocer a la familia de nuestro novio ucraniano, será la anécdota cultura que tendrán esos queridos desconocidos para contextualizarnos.

Nosotros, los españoles, no invertimos nada en la marca “España”, básicamente porque somos los primeros que no creemos en ella. Y seas o no fan de la marca, o del concepto de "país" y "nacionalidad" -a mí personalmente no me seduce ninguna de las tres, la verdad-, vivimos en una realidad comercial en la que tiene un uso específico, y muchas cosas dependen de ella, como la generación de proyectos internacionales, mejorar el comercio artístico, abrir fronteras para nuestra música… Pero no. Preferimos patear cada pequeña oportunidad de crear un sello de calidad impermeable y duradero que nos ayude a establecer relaciones profesionales y culturales provechosas, y encima nos partimos de la risa.

El público enloquece, se enamora, lo goza fuerte y vota con el corazón. Visita Eurowestworld y se deja llevar por el momento. Vibra. Y mientras ellos votan por su favorito, los demás se lo piensan dos veces. 
La industria, Delos, busca el beneficio, la gratificación económica, el negocio rápido y fácil. Se manchan las manos, y no hay lugar para cursilerías. Y los profesionales, los músicos, buscan la anomalía en la narrativa, el puñetero laberinto que les ayude a entender. Se fijan en la persona, en la propuesta, en la carrera. Se hacen preguntas incómodas y muy poco glamourosas en las que los demás no quieren pensar, porque esa persona no sólo representa a su país y su cultura, no sólo les representa como individuos, sino que también representa a su gremio, a ellos como músicos. Representa su trabajo, y con la comida no se juega.

Y todos ellos piensan: “si yo fuera un súper directivo sueco de una discográfica o promotora genial y conociese a esta persona… ¿querría hacer negocios con ella? ¿Tiene solidez? ¿Me gastaría dinero? ¿Le ayudaría?”.

Piensan así, porque así van a pensar "ellos", las personas que abren puertas y cambian códigos. Y la respuesta, lamentablemente, suele ser "pseee... no". Mientras, nuestros grupos, nuestros artistas, atrapados en una narrativa que no es la suya, intentando liberarse de las limitaciones impuestas por la industria, el consumidor masivo y las catárticas circunstancias, siguen peleando a oscuras y en soledad, por liberarse y salir fuera porque, seamos sinceros que esto es Internet, el hecho de haber nacido en España es a día de hoy una lacra para sus carreras si pretenden exportar su trabajo.

Por supuesto Eurovisión no es ninguna solución mágica a nada, y como Westworld, tiene sus propias reglas, sus defectos de sistema, sus villanos y sus narrativas fijadas... pero lo cierto es que Eurovisión podría abrir muchas puertas para los músicos españoles… si tan sólo pudiésemos encontrar el puñetero laberinto, Dolores.

jueves, 26 de enero de 2017

La La Land


La primera vez que vi el trailer de La La Land decidí que iba a ser una de mis películas favoritas.

No podía esperar a verla. Me imaginaba todo lo que quedaba por desvelar rellenándolo con mi pequeña experiencia, con los diminutos pedacitos de realidad que he ido coleccionando desde que empecé a intentar triunfar en eso de la música.

Entré emocionada en la sala. Iba a saborear cada uno de los planos como si fueran, yo que sé, mensajes de texto dirigidos sólo y exclusivamente a mí. Así de ridículamente egocéntricos somos los pretendidos artistas cuando nos da por sentir.

Me senté. Di un sorbo a mi coca cola y, en algún momento de sabiduría extrema, saqué un paquete de kleenex. Por si acaso me emocionaba con alguna canción, que nunca se sabe. La verdad es que me emociono con todo, así que podía pasar perfectamente.

Hice bien, porque resultó que La La Land se iba a convertir, por culpa de mi caótica circunstancia personal, en una de las películas más tristes que había visto en bastante tiempo. Deliciosamente triste, por supuesto, con sus colores vivos, sus bailes, sus canciones preciosistas que te calan los huesos, con el desencanto lánguido y coqueto que asoma en los ojos de los protagonistas, que saben muy bien de qué coño va la película en realidad.

Empecé emocionándome con las pequeñas cosas, con esa primera escena del atasco convertido en musical, ese retrato tan mundano y circunstancial de la ciudad de las estrellas, esa introducción tan accidental de los personajes. Por supuesto el que la peña se pusiera a bailar porque sí en cualquier momento también ayudó a entrar en el juego, porque nada dice “realidad” como sucesos absurdos que pasan sin motivo aparente.

Sin ánimo de hacer spoiler, os diré mi humilde y pequeña opinión.

Es una puñetera obra de arte. Es un “Inception” del mundo del espectáculo. Y habrá muchos que dirán que la peonza seguirá girando sin fin, y habrá quien dirá que la peonza caerá. Pero lo bonito es no saber. Lo bonito es bailarle el agua a la incertidumbre, y que cada uno decida con qué se queda.

Y La La Land, depende de quién la vea, será una película de amor, de desamor, de música, de la industria del cine… será una película feliz, o una tremendamente triste. Será una película lenta, rápida, aburrida o sencillamente genial. Bueno, no creo que sea una película rápida para nadie en realidad... quizá para mi abuela. 

Y yo… bueno, yo me quedé llorando en la oscuridad, sola con los créditos, enamorada, intentando respirar mientras los muchachos del cine empezaban a limpiar la sala que hacía mucho se había quedado vacía. Estaban ellos, un montón de butacas mudas, y la música de Justin Hurwitz, que estarían ya hartos de escuchar. Y la sombra de una joven que, sin querer dejar de soñar, aprendió sin querer a priorizar. Una compositora que, sin darse cuenta, eligió el amor por encima de la música, que se quiso más de lo que quiso que la quisieran los demás. Una mujer que se sentía como una niña de dieciocho años a la que le dijeron que todo podía pasar, tan sólo con quererlo de verdad. Una anciana de casi treinta añitos que había sentido demasiados claroscuros para su edad. Una cara desconocida que en ese instante decidió que se merecía más.

Salí del cine reviviendo cada pequeña conversación que había tenido conmigo misma desde que dejé mi doctorado en lingüística para ponerme a cantar.

Salí llorando, vibrando, sin poder parar el aluvión de emociones que me golpeaban una y otra vez, alternando pena, dolor, alegría, nostalgia y libertad. 

¿En quién me había convertido?

¿Qué habría hecho yo de estar en esa película?

Me subí al coche y empecé a conducir. Era de noche. Menos mal. No habría podido soportar enfrentarme con la vida en ese momento. Aún me quedaban horas para tener que ser una persona de verdad otra vez.

La carretera se deslizaba coqueta bajo las ruedas, arrancando un suave ronroneo de posibilidad dentro del coche. Mi mente no dejaba de tararear la canción del final, resolviendo cada detalle de la película a corazón abierto, con mi vida hecha trizas, sin ningún futuro al que seguir pidiéndole cosas. Agarré el volante con fuerza. Y sonreí.

Sonreí porque, de repente, lo supe.

Ahí estaba yo, conduciendo hacia ninguna parte, con la infinita y absurda posibilidad como compañera de viaje porque, ahora me daba cuenta, yo no estaba en esa puñetera película.

Había cometido muchos de los errores que los personajes cometen en La La Land. Tantos y tan parecidos que empiezo a pensar que no son tanto errores como peajes que hay que pagar para poder dedicarte a la música, al cine, al arte en general. Cualquier músico que conozco podría decirte algo similar.

Pero un buen día, no se qué dios sabrá por qué, paré. Dejé de estar tan obtusamente obsesionada con lo que pensaba que quería y empecé a quererme a mí misma un poco más.

Arañé sin miedo mi ya no tan estúpido concepto del éxito y la felicidad, y moví un par de muebles en mi cerebro para acomodar las pequeñas verdades que te va lanzando la puñetera película sin darte cuenta. Que es muy fácil perderse dentro de uno mismo. Que tienes que hacer hueco en la vida para los sueños, y hacer hueco en los sueños para la vida. Que el éxito no existe, y el arte no tiene nada que ver con ese agujero negro. Que ser feliz es un trabajo, y hay que esforzarse más. Que hay que ser valiente para amar y ser amado. Y que nada es tan importante como tener con quién desayunar, me da igual lo que digan los demás. 

Y ahora estaba volviendo a casa, sin saber muy bien dónde estaba eso, riéndome de lo patética y absurda que había sido durante años preocupándome tanto por chorradas; si me invitarán a tal fiesta, si me nominarán a tal premio, si alguien le gustará lo que hago, o si lo escuchará sin más. Había malgastado tanto tiempo preocupándome por tonterías… Que no podía hacer otra cosa que reírme. Que la vida está para vivirla, sin más. La vida está para querer a alguien. Quererle locamente y sin parar.

Di un volantazo y, en el último momento, tomé la salida que no era.

Qué más da a dónde llegues. ¡Qué más da lo que consigas demostrar! 

Eres lo que quieres a los demás.

Cinco minutos después aparqué el coche en casa de mis padres.

Me quedé a dormir.

Me quedé a desayunar.

Me quedé a volver a empezar.