Me
da miedo encender la televisión. Siempre digo que soy más de Netflix por
esquivar preguntas, por fingir que es cosa de preferencias, que aún estoy en
control. Pero lo cierto es que no puedo enfrentarme a ella. Me puede. Me deja
K.O., mirando al vacío en un rincón.
Me
da miedo encender la televisión porque el mundo está en llamas, pero la que
arde soy yo. Y me escondo. Me hago un ovillo en el sillón. Hundo el rostro en
las rodillas y tiemblo de impotencia, de frío, de morbosa irrealidad. Vibro
como la cuerda desafinada de una guitarra que destroza sin querer toda canción.
Huyo de las noticias, los titulares, las voces aburridas que repiten una y otra
vez las mismas atrocidades como si recitaran la tabla del ocho: con el macabro
orgullo de quien cree haber aprendido la lección. Porque ya todo es normal. No
nos asusta nada. El horror nos da igual.
Y
sales a la calle. Vas a trabajar. Quedas con amigos. Te vas a bailar. Lo que
sea con tal de no pensar.
Pero
a mí me tiemblan las manos. Me lloran los ojos. Me escuece la realidad. Las
conversaciones educadas se suceden unas a otras como vagones de metro que no
van a ninguna parte, haciendo ruido sin verdad. Se habla del tiempo, del
tráfico, se filosofa un poco esperando a que algún valiente se atreva a hablar
con el estómago, ese hambriento e incomprendido corazón que intenta digerir la tortuosa
acción de seguir vivo. Porque cuando el corazón ya no da abasto, se nos
estrujan las entrañas. Nos da arcadas la vida, pero tomamos otra copa y se nos
pasa. La conciencia es como una fastidiosa resaca que no hay manera de quitarse
de encima. Hacemos como que no la sentimos y pedimos otra copa. Siempre otra
copa más. Lo que sea para acallar a ese monstruo que nos muerde de dentro a
afuera, intentando hacernos reaccionar.
Miro
a mi alrededor. No sé cómo me he dejado convencer para salir de fiesta. Con la
que está cayendo en el mundo, con lo bajo que estoy cayendo yo. Tengo una copa
en la mano, pero no recuerdo haberla pedido. Probablemente alguno de mis amigos
me ha visto un poco seca, un poco mustia. Le araño una agria sonrisa a mis
labios e intento mantenerla ahí. Inmóvil. Me hablan. Dejo que mi malograda
mueca hable por mí. Sé que se supone que tengo que contestar, pero prefiero
beber sin parar y fingir que escucho.
Y
no pasa nada porque, por si las cosas no iban lo suficientemente mal, todo el mundo
tiene una opinión, y no me hace falta ni hablar para parecer normal. Con estar
ahí, basta. La gente se convierte en tubos de escape en erupción. Los miro, fascinada
por el horror. Sus labios se mueven rápidamente, afilados de cinismo e ilusión
porque alguien está escuchando. Pero ese alguien soy yo. Joder. Soy yo. Y
escupen lava, y me quema y me salen llagas de comprensión, porque intento
entender, empatizar, enmarcar, contextualizar. Pero siempre muero ahogada en la
desilusión de entender que hablan sin saber. Hablan sin querer saber, que es
peor.
Es
entonces cuando quiero verlo todo arder. Me imagino el fin del mundo y mi estómago
da un vuelco. ¿Te imaginas? El fin de todo. A veces pienso que los humanos
somos dinosaurios que han sobrevivido demasiado tiempo. Alargamos lo
inevitable, aferrándonos al resquicio de humanidad que nos mantiene cuerdos
para justificar que somos indispensables. ‘Menuda gilipollez’. Me acabo la copa
de un trago, salgo a la calle y enciendo un cigarrillo. Procuro alejarme un
poco de la puerta del bar, más que por no molestar, para que no me molesten. Es
bien sabido que muchos usan la excusa del cigarrito entre copas para iniciar
conversación, y es lo último de lo que me siento capaz en ese momento: de un
cortés coqueteo con un desconocido que se esfuerza por aparentar una
indiferente simpatía cuando lo único que quiere, probablemente, sea follar. Que
no es yo no quiera necesariamente, pero no es el momento. Estoy demasiado
ocupada intentando no explotar de furia, de incompetencia humana, de estupor y
de vergüenza. Me abrazo a mi mediocridad y exhalo con furia. El humo juega a mi
alrededor, como riéndose de mí. ‘Te voy a matar un día’, dice el tabaco. ‘Pues
a ver si lo haces pronto’, le contesto con desdén.
En
mi familia hay mucho fumador. Incluso cuando dejó de estar de moda, cuando los
medios de comunicación descubrieron de pronto, oh sorpresa, que el tabaco
estaba mal, que estaba feo eso de suicidarse de a poco delante de los demás...
lazos de nicotina se afanaban por seguir cosiendo los parches de mi árbol
familiar a medio descomponer. Los cigarrillos son confeti necesario y familiar.
Como la lluvia estrellándose contra el suelo. Como ríos que van a parar al mar.
Es
en momentos así cuando pienso en el padre de mi madre. Nunca llegué a
conocerle. A mi abuelo, digo. Pero quiero imaginar que nos hubiéramos llevado
bien. Le gustaba fumar, beber y escribir. Como a mí. Estaba enamorado de la
vida, del mundo, del placer de existir. Quizá perdí a mi mejor amigo antes de
nacer. Quién sabe. Y sonrío. Sonrío mucho porque él nunca dejó de vivir la vida
por miedo a morir. Y, aunque su afición al tabaco fuera por razones completamente
opuestas a las mías, me siento parte de una saga de irreverentes soñadores
condenados a desaparecer y es deprimente, lo sé, pero me gusta. Por un ratito
aunque sea, soy parte de algo, aunque ese algo vaya a morir conmigo.
Me
pregunto si se puede heredar el cinismo. Miro mi reflejo en la ventanilla de un
coche mal aparcado y suspiro. ¿Habré heredado yo el mío? ‘Quizá sea mejor si no
tengo hijos’, pienso de repente. ¿Hijos? ¿De dónde cojones ha salido ese
pensamiento? Sacudo la cabeza, queriendo quitarme de encima la funesta
sensación de que tendré que pensar en eso pronto. Pronto, sí. Pero no ahora.
Ahora el mundo es una mierda y ni siquiera estoy borracha. Es un viernes de
mierda, otro más. Y no hay nada peor que pensar un viernes. Sobre todo si aún
puedes caminar en línea recta.
Tiro
la colilla al suelo y la aplasto lentamente, queriendo alargar la intimidad de
ese momento. Sé que tengo que volver al bar. Tengo que volver con mis amigos, y
hacerles sentir que todo va bien, que no nos vamos a morir. Que no se acaba el
mundo. Y que sí, claro que quiero otra copa. Claro que quiero bailar. Y bailo.
¡Vaya si bailo! Me mudo al centro de la pista y, con el vaso en la mano, convenzo
a mi cuerpo para que se mueva al ritmo de la música. No reconozco la canción
que está sonando, pero me da igual. Mis pies se deslizan por el suelo,
ligeramente pegajoso por el alcohol que algún incauto ha dejado caer. Chasqueo
la lengua y me resigno. ‘Nada puede ser perfecto’ pienso. Me río de lo
profundamente gilipollas que puedo llegar a ser e intento dejar de pensar.
Bailo,
como todos los demás, y me muero de la envidia. Treinta y pico años y aún no he
aprendido a ser como ellos. Aún no he aprendido a cerrar los ojos y borrar el
mundo. Me viene a la mente sin querer un pasaje de ‘El Resplandor’, cuando Dick
Hallorann, el cocinero, le dice al pequeño Danny que no tenga miedo si ve algo
feo en el hotel Overlook, que cierre los ojos y los monstruos desaparecerán.
Pero no lo hacen, querido Dick. Aquí, como en el Overlook, los monstruos son
reales y pueden hacerte daño. Pueden hacerte daño de verdad. Una voz en mi
cabeza se ríe de mi ingenuidad y dice, entre carcajadas, que no sea tonta, que mis
amigos tampoco han conseguido enterrar la realidad. Que ellos también intentan lo
de cerrar los ojos, pero nada cambia. Simplemente se les da mejor fingir que a
mí. Me río, salvajemente cínica. Ardemos todos en el asco y la obscenidad de
ser felices dándole la espalda a la humanidad y nos da igual. Somos inmunes al
bochorno. ¡Qué deliciosa atrocidad!
Pero
por eso bailamos. Por eso bebemos, follamos y fumamos sin parar. Porque sabemos
que los monstruos nos van a coger. Sabemos que el mundo, como el Overlook,
arderá. Y las cenizas se harán niebla y mugre y verdad. Y nos ahogaremos en lo
inevitable. Nos perderemos en el privilegio de haber elegido nuestra maldad.
Hemos construido un mundo horrible, con un parque de atracciones muy pintón, la
verdad. Y algunos nos hemos quedado a vivir allí para siempre, fingiendo que
esto es patria y libertad. Firmamos peticiones en Change.org y seguimos
caminando, sin mirar atrás, porque hay una montaña rusa nueva que no nos
queremos perder. Se llama autocomplacencia y no está nada mal.
Me
acabo la tercera, quizá cuarta, copa y me dejo abrazar por la soledad de estar
rodeada de desconocidos. Una bola de espejos se retuerce en el techo,
arrancando destellos multicolores a mi alrededor. El alcohol empieza a hacer
efecto y de repente, como si nunca antes lo hubiera pensado, me doy cuenta de
que estoy viva. Un destello de luz prende mi ajado corazón con una tímida llama
de alegría, y esa voz en mi cabeza canturrea una sola vez más antes de
desaparecer.
‘El
mundo está en llamas, sí, pero serás tú quien arderá’.
< Si prefieres escuchar este texto, aquí tienes el podcast: https://www.ivoox.com/mundo-llamas-audios-mp3_rf_32291935_1.html >