martes, 5 de febrero de 2019

Mundo en llamas


Me da miedo encender la televisión. Siempre digo que soy más de Netflix por esquivar preguntas, por fingir que es cosa de preferencias, que aún estoy en control. Pero lo cierto es que no puedo enfrentarme a ella. Me puede. Me deja K.O., mirando al vacío en un rincón.

Me da miedo encender la televisión porque el mundo está en llamas, pero la que arde soy yo. Y me escondo. Me hago un ovillo en el sillón. Hundo el rostro en las rodillas y tiemblo de impotencia, de frío, de morbosa irrealidad. Vibro como la cuerda desafinada de una guitarra que destroza sin querer toda canción. Huyo de las noticias, los titulares, las voces aburridas que repiten una y otra vez las mismas atrocidades como si recitaran la tabla del ocho: con el macabro orgullo de quien cree haber aprendido la lección. Porque ya todo es normal. No nos asusta nada. El horror nos da igual.

Y sales a la calle. Vas a trabajar. Quedas con amigos. Te vas a bailar. Lo que sea con tal de no pensar.

Pero a mí me tiemblan las manos. Me lloran los ojos. Me escuece la realidad. Las conversaciones educadas se suceden unas a otras como vagones de metro que no van a ninguna parte, haciendo ruido sin verdad. Se habla del tiempo, del tráfico, se filosofa un poco esperando a que algún valiente se atreva a hablar con el estómago, ese hambriento e incomprendido corazón que intenta digerir la tortuosa acción de seguir vivo. Porque cuando el corazón ya no da abasto, se nos estrujan las entrañas. Nos da arcadas la vida, pero tomamos otra copa y se nos pasa. La conciencia es como una fastidiosa resaca que no hay manera de quitarse de encima. Hacemos como que no la sentimos y pedimos otra copa. Siempre otra copa más. Lo que sea para acallar a ese monstruo que nos muerde de dentro a afuera, intentando hacernos reaccionar.

Miro a mi alrededor. No sé cómo me he dejado convencer para salir de fiesta. Con la que está cayendo en el mundo, con lo bajo que estoy cayendo yo. Tengo una copa en la mano, pero no recuerdo haberla pedido. Probablemente alguno de mis amigos me ha visto un poco seca, un poco mustia. Le araño una agria sonrisa a mis labios e intento mantenerla ahí. Inmóvil. Me hablan. Dejo que mi malograda mueca hable por mí. Sé que se supone que tengo que contestar, pero prefiero beber sin parar y fingir que escucho.

Y no pasa nada porque, por si las cosas no iban lo suficientemente mal, todo el mundo tiene una opinión, y no me hace falta ni hablar para parecer normal. Con estar ahí, basta. La gente se convierte en tubos de escape en erupción. Los miro, fascinada por el horror. Sus labios se mueven rápidamente, afilados de cinismo e ilusión porque alguien está escuchando. Pero ese alguien soy yo. Joder. Soy yo. Y escupen lava, y me quema y me salen llagas de comprensión, porque intento entender, empatizar, enmarcar, contextualizar. Pero siempre muero ahogada en la desilusión de entender que hablan sin saber. Hablan sin querer saber, que es peor.

Es entonces cuando quiero verlo todo arder. Me imagino el fin del mundo y mi estómago da un vuelco. ¿Te imaginas? El fin de todo. A veces pienso que los humanos somos dinosaurios que han sobrevivido demasiado tiempo. Alargamos lo inevitable, aferrándonos al resquicio de humanidad que nos mantiene cuerdos para justificar que somos indispensables. ‘Menuda gilipollez’. Me acabo la copa de un trago, salgo a la calle y enciendo un cigarrillo. Procuro alejarme un poco de la puerta del bar, más que por no molestar, para que no me molesten. Es bien sabido que muchos usan la excusa del cigarrito entre copas para iniciar conversación, y es lo último de lo que me siento capaz en ese momento: de un cortés coqueteo con un desconocido que se esfuerza por aparentar una indiferente simpatía cuando lo único que quiere, probablemente, sea follar. Que no es yo no quiera necesariamente, pero no es el momento. Estoy demasiado ocupada intentando no explotar de furia, de incompetencia humana, de estupor y de vergüenza. Me abrazo a mi mediocridad y exhalo con furia. El humo juega a mi alrededor, como riéndose de mí. ‘Te voy a matar un día’, dice el tabaco. ‘Pues a ver si lo haces pronto’, le contesto con desdén.

En mi familia hay mucho fumador. Incluso cuando dejó de estar de moda, cuando los medios de comunicación descubrieron de pronto, oh sorpresa, que el tabaco estaba mal, que estaba feo eso de suicidarse de a poco delante de los demás... lazos de nicotina se afanaban por seguir cosiendo los parches de mi árbol familiar a medio descomponer. Los cigarrillos son confeti necesario y familiar. Como la lluvia estrellándose contra el suelo. Como ríos que van a parar al mar.

Es en momentos así cuando pienso en el padre de mi madre. Nunca llegué a conocerle. A mi abuelo, digo. Pero quiero imaginar que nos hubiéramos llevado bien. Le gustaba fumar, beber y escribir. Como a mí. Estaba enamorado de la vida, del mundo, del placer de existir. Quizá perdí a mi mejor amigo antes de nacer. Quién sabe. Y sonrío. Sonrío mucho porque él nunca dejó de vivir la vida por miedo a morir. Y, aunque su afición al tabaco fuera por razones completamente opuestas a las mías, me siento parte de una saga de irreverentes soñadores condenados a desaparecer y es deprimente, lo sé, pero me gusta. Por un ratito aunque sea, soy parte de algo, aunque ese algo vaya a morir conmigo.

Me pregunto si se puede heredar el cinismo. Miro mi reflejo en la ventanilla de un coche mal aparcado y suspiro. ¿Habré heredado yo el mío? ‘Quizá sea mejor si no tengo hijos’, pienso de repente. ¿Hijos? ¿De dónde cojones ha salido ese pensamiento? Sacudo la cabeza, queriendo quitarme de encima la funesta sensación de que tendré que pensar en eso pronto. Pronto, sí. Pero no ahora. Ahora el mundo es una mierda y ni siquiera estoy borracha. Es un viernes de mierda, otro más. Y no hay nada peor que pensar un viernes. Sobre todo si aún puedes caminar en línea recta.

Tiro la colilla al suelo y la aplasto lentamente, queriendo alargar la intimidad de ese momento. Sé que tengo que volver al bar. Tengo que volver con mis amigos, y hacerles sentir que todo va bien, que no nos vamos a morir. Que no se acaba el mundo. Y que sí, claro que quiero otra copa. Claro que quiero bailar. Y bailo. ¡Vaya si bailo! Me mudo al centro de la pista y, con el vaso en la mano, convenzo a mi cuerpo para que se mueva al ritmo de la música. No reconozco la canción que está sonando, pero me da igual. Mis pies se deslizan por el suelo, ligeramente pegajoso por el alcohol que algún incauto ha dejado caer. Chasqueo la lengua y me resigno. ‘Nada puede ser perfecto’ pienso. Me río de lo profundamente gilipollas que puedo llegar a ser e intento dejar de pensar.

Bailo, como todos los demás, y me muero de la envidia. Treinta y pico años y aún no he aprendido a ser como ellos. Aún no he aprendido a cerrar los ojos y borrar el mundo. Me viene a la mente sin querer un pasaje de ‘El Resplandor’, cuando Dick Hallorann, el cocinero, le dice al pequeño Danny que no tenga miedo si ve algo feo en el hotel Overlook, que cierre los ojos y los monstruos desaparecerán. Pero no lo hacen, querido Dick. Aquí, como en el Overlook, los monstruos son reales y pueden hacerte daño. Pueden hacerte daño de verdad. Una voz en mi cabeza se ríe de mi ingenuidad y dice, entre carcajadas, que no sea tonta, que mis amigos tampoco han conseguido enterrar la realidad. Que ellos también intentan lo de cerrar los ojos, pero nada cambia. Simplemente se les da mejor fingir que a mí. Me río, salvajemente cínica. Ardemos todos en el asco y la obscenidad de ser felices dándole la espalda a la humanidad y nos da igual. Somos inmunes al bochorno. ¡Qué deliciosa atrocidad!

Pero por eso bailamos. Por eso bebemos, follamos y fumamos sin parar. Porque sabemos que los monstruos nos van a coger. Sabemos que el mundo, como el Overlook, arderá. Y las cenizas se harán niebla y mugre y verdad. Y nos ahogaremos en lo inevitable. Nos perderemos en el privilegio de haber elegido nuestra maldad. Hemos construido un mundo horrible, con un parque de atracciones muy pintón, la verdad. Y algunos nos hemos quedado a vivir allí para siempre, fingiendo que esto es patria y libertad. Firmamos peticiones en Change.org y seguimos caminando, sin mirar atrás, porque hay una montaña rusa nueva que no nos queremos perder. Se llama autocomplacencia y no está nada mal.

Me acabo la tercera, quizá cuarta, copa y me dejo abrazar por la soledad de estar rodeada de desconocidos. Una bola de espejos se retuerce en el techo, arrancando destellos multicolores a mi alrededor. El alcohol empieza a hacer efecto y de repente, como si nunca antes lo hubiera pensado, me doy cuenta de que estoy viva. Un destello de luz prende mi ajado corazón con una tímida llama de alegría, y esa voz en mi cabeza canturrea una sola vez más antes de desaparecer.


‘El mundo está en llamas, sí, pero serás tú quien arderá’.



< Si prefieres escuchar este texto, aquí tienes el podcast: https://www.ivoox.com/mundo-llamas-audios-mp3_rf_32291935_1.html  >




domingo, 27 de enero de 2019

Viejos-Mierda


Madrid es una ciudad pueblo. Se extiende, como una vibración inerte, comiéndole terreno al campo, como un ecosistema de hormigas zombies que arrasa el horizonte, muy poco a poco. Y se cubre la cabeza con un manto de gases venenosos, como lo hacen todas las grandes ciudades. Y sus calles están abarrotadas con coches y semáforos y perros y gente corriendo al trabajo, como en todas las grandes ciudades. Y por debajo de su piel reptan intrincadas líneas de metro que se hunden en la tierra como venas llenas de gente que también va corriendo al trabajo, como en todas las grandes ciudades. Pero Madrid en el fondo es un pueblo. Si me apuras, Madrid es una amalgama de pueblos que tuvo a bien juntarse y fingir juntos que eran Nueva York, o Londres, o Pekín. Pero los que estamos dentro sabemos la verdad. Sabemos que hay un pueblo en Argüelles, otro en el Retiro, otro en el río y entre ellos, mil quinientos. Y el peor de todos: Malasaña. Que en realidad no es el peor, pero pocas cosas hay más madrileñas que odiar al barrio que realmente se siente como Nueva York, Londres o Pekín. 

Mi pueblo podría recibir mil nombres, pero para mí es El Río. Es mi barrio, mi pueblo, y por supuesto lo considero el mejor de Madrid, que al fin y al cabo una es madrileña y hay cosas de las que no se pueden huir. No, no es es el más bonito. Tampoco es el más cosmopolita. No es el que tiene más parques, ni más librerías por metro cuadrado. No hay pastelerías veganas, ni tiendas de segunda mano, o vintage, como prefieran llamarlas. No hay estudios de arte, clases de cocina gratuitas, bibliotecas públicas ni bares de moda donde conocer a codiciados solteros de bien que rondan los cuarenta. Aquí lo que tenemos es un río, que no lo es mucho pero lo intenta, y un bosque con puerta de parque de aire despistado que te invita a abrazar tu lado salvaje. Cada cual sabrá cómo es el suyo. Y por una vez, el madrileño no juzga. La Casa de Campo es el campo, y en el campo puede pasar de todo. Y sino que me lo digan a mí el día que mi abuelo, gallego hasta la médula, me encontró jugando al pilla pilla en los maizales con mis primos. Tenía siete años, y me pegó tal tunda que me dejó sin palabras y sin aliento para pronunciarlas. Mi cabeza infantil daba cien mil vueltas. ¿Qué podía haber hecho mal? Estábamos en el campo, en un pueblo de Lugo llamado ‘Sarria’: era imposible que ahí pudiese pasar nada malo. Pero mi abuelo sabía mucho de ‘los maizales’. Sabía que en el campo uno abraza su lado más salvaje, más animal, y se da al hambre, a la sed, a la exploración sexual ultra temprana con primos también, parece ser. 

Tiene gracia que me acuerde de mi abuelo ahora, porque si he hecho de este barrio mi pueblo fue por él. Puede que una vez que dejas al campo entrar en tu corazón ya no lo puedas sacar, porque cuando mi abuelo llegó de Galicia, cató el Sol de Madrid y se mudó al Río, sin pensarlo. Cerca del campo. Cerca de lo salvaje, que resulta mil veces más comprensible que el resto de la ciudad. Para empezar, hay más árboles que gente, y eso siempre es buena idea. Mi abuelo vio esa tierra, un poco un elevada, como si estuviera mirando al resto de Madrid por encima del hombro, y se quedó. Y cuando murió dejó un piso medio en ruinas donde ahora vivo yo, arruinada del todo. La vida es cíclica. Todo vuelve. 

El Río, el pueblo que me ha adoptado, fue construido por gente joven de todas partes. Fueron asentándose lentamente, construyendo casas baratas, de diseño sobrio, apostando por la funcionalidad por encima de todas las cosas. Montaron pequeños negocios, tuvieron hijos, y caminaban incansables hacia un futuro ingrato y lleno de preguntas. Fueron supervivientes de convicciones ajenas y dieron de comer a la generación que nació para ser educada en las bondades eternas de Franco. Y también sobrevivieron eso. Unos mejor que otro, claro. 

Mi barrio es un pueblo que ha conocido el hambre. El hambre de verdad. El de enfrentarte al mundo sin saber cuándo comerás, cuando dormirás, cuando morirás. Pero todo eso, por supuesto, pasó mucho antes de que yo llegara a él, y desconozco los detalles de tal verdad porque, por mucho que pregunte y pretenda empatizar, no es mi verdad ni lo será jamás. 

Sea como fuere, esos que una vez fueron jóvenes hambrientos han tirado calendarios a puñados y ahora pasean por El Río con ochenta y pico primaveras y pocas ganas de caminar. Se ayudan de bastones y sus miradas zigzaguean entre la gente joven, buscando algo que odiar. ‘Conozco a ese viejo’, pienso cuando veo uno. Lo conozco, porque es calcado a mi abuelo, al vecino de enfrente, al que siempre se cuela en la farmacia y al que me mira el culo en la parada del autobús. Son el mismo señor, insatisfecho, indignado, encantado de tener algo que odiar. Y busca. Busca con la mirada alguien que le pueda comprender, alguien que pueda escuchar la retahíla de maravillosas frases que lleva cincelando desde el martes por la mañana, que fue la muchacha latinoamericana a limpiarle su casa, que por supuesto no tiene ni idea de dónde es ni le interesa tampoco porque no le parece bonita, la verdad, no es gran cosa a sus ojos devorados por la misoginia barata de quien se cree Clark Gable simplemente por tener pene. 

El viejo busca un cómplice amigable, alguien que no le vaya a juzgar en su odio sino que le aplauda las ‘verdades como puños’ que va a soltar en formación de a uno, y siempre uno detrás de otro, sin parar. Busca un cómplice pero lo quiere joven, porque quiere adoctrinar en su infinita sapiencia de ser viejo, de haber visto mucho y haber vivido aún más. Porque la edad es el único grado que realmente importa, todo lo demás son paparruchadas, y deberías dedicarte a escuchar, a ver si así aprendes algo importante de verdad. 

Cierro el libro y levanto la mirada. El viejo se me ha sentado tan cerca que parece que me vaya a abrazar en el banco. Un par de ojos extraños bienintencionados pensarían que es mi abuelo, claro. ¡Cómo va un desconocido a sentarse a tu lado así de cerca y ponerse a hablarte sin más! Pero esos desconocidos son turistas en mi pueblo. Los de aquí sabemos qué pasa. Sabemos qué tipo de viejo es éste. El señor que se sienta a mi lado, mesándose el pelo con una media sonrisa para volver a calarse la boina, que la tarde está que refresca, es lo que llamamos un Viejo-Mierda. Uno de esos viejos que aún no se ha muerto porque ni Dios ni el diablo lo quieren cerca. Así que te los encuentras en la calle paseando, rezumando odio y soledad por partes iguales; en la frutería, tocando todas las frutas para criticarlas de cerca y volviéndolas a dejar donde estaban, contaminadas, impuras; o en el banco, con la cartilla abierta esperando para hablar con el gerente, que no se fía ‘de esas máquinas del demonio ni de las señoritas esas’. 

Pero aún así, decido darle una oportunidad. Pienso: ‘nadie elige cuándo nace, quizá este señor haga honor a su edad y realmente sepa algo’. Chasqueo la lengua mentalmente, sintiéndome mal por mi chovinismo de edad. La juventud te hace arrogante, sin duda, pero bueno, por lo menos podemos andar en línea recta y trabajar. 

Pienso: ‘voy a darle un poco de conversación, que debe de estar solísimo este señor’. Y lo estaba. Su mujer, a la que tanto había querido pero que no conocía en absoluto, había muerto dejándole sólo. Le llenaba de tristeza el mundo de ahora. ‘Las mujeres ya no son como eran’, dice.


  • ¿Tú cuántos años tienes? - me pregunta
  • Treinta y uno. - sonrío. 
  • Ah… - aparta la mirada - Ah bueno, ya eres más mayor. Es que ahora, si te acercas al instituto ese de la otra calle, si les das un paquete de tabaco y un mechero a una chavalina, ¡se va contigo!

La sonrisa se me congela en la cara. 


  • ¿Y eso tú cómo lo sabes? - no le trato de usted. No se lo merece. 
  • Ah, lo sé. Lo sé sin más. ¡Todo el mundo lo sabe!
  • Claro. Claro que sí. 
  • Que es todo culpa de la tecnología. Están todo el día con las maquinitas y se atontan. 

Miro mi regazo. Me pregunto si el mierdas éste se ha dado cuenta de que estoy leyendo un libro, sí, pero en mi puto kindle, que a los ojos de este despojo humano caducado debe de ser una de esas maquinitas del mal que nos convierte en putas baratas. Levanto el kindle y enfrío aún más la mirada. Me aseguro de que lo vea bien. 

  • Bueno, esto es una maquinita, y estoy leyendo un libro. 
  • Sí, pero qué lees. Seguro que lees esas tonterías para niñas que no dicen nada, cosas románticas sucias, que os vacían la mente, os vacían la mente. Si no sabéis leer. 
  • Es ‘It’, de Stephen King. 
  • ¿Ves? Y ese quién es. Tonterías para niñas. 
  • Claro. Claro que sí. 



Le dejo hablar. He crecido discutiendo incansablemente con mi abuelo, mi Viejo-Mierda particular al que aprendí a querer y quien me enseñó, sin querer, a pelear hasta quedarme sin aliento. Y tras su muerte, me había quedado huérfana de lucha. Pero vivía en El Río, tierra de Viejos-Mierda donde cada cinco metros hay una farmacia, una frutería y una ortopedia, y los dejaba acercarse a mí, una jovencita de gafas grandes y sonrisa fácil que parecía mirar al mundo con dulzura y tranquilidad. Lo que estos viejos no saben es que mi físico no me representa. Soy un vampiro social: diseñada para atraer conversación y programada para matar tu maldito ego de mierda. 

Le dejo hablar porque estoy esperando ‘La Gran Perla’. Todos los Viejos-Mierda tienen una. Es el orgullo de su podrido corazón, el buque insignia de su cerebro reseco, es el grito de guerra que resuena en el eco de su soledad, la bandera que visten y por la que se levantan cada mañana a pelear, a demostrarle al mundo lo mal que está. 



  • Pero claro. Algo tenéis que hacer las jovencitas… tal y como está el patio. 


Se acerca. Ya viene. Veo cómo los ojos se encienden de maldad, divertidos y sedientos de basura. 


  • Qué otra cosa vais a hacer. ¿Eh? Dime tú. Qué otra cosa vais a hacer… 

Ay, Dios. 

  • …si ya… 

Va a ser una de las grandes. Lo noto. 

  • … ¡ya no quedan hombres! ¡No hay! ¡ESTÁN TODOS AMARICONAAAOS! 

Ahí está. Ésa es. La Gran Perla de este Viejo-Mierda que se cree que alguien le importa lo que tiene que decir. 

  • Que cada vez hay más mariquitas, y los que no lo son, están amariconaos. Si no hacen nada. No se lanzan. No se arriesgan. Tienen miedo de las mujeres. ¡Miedo de las mujeres! Ya ves tú. ¿Qué miedo? ¿Qué tontería es esa? ¡Son sólo mujeres! Qué tontería es esa de hombres con hombres y mujeres con mujeres… Los hombres y las mujeres han nacido para estar juntos y ya está. Todo lo demás es enfermedad. Se muere el mundo. ¡Están todos enfermos! Se muere el mundo. 



Me levanto del banco lentamente, sin prisa. Cierro el kindle, lo guardo en la mochila y me la echo al hombro. Me abrocho el abrigo hasta arriba, me calo bien el gorro de lana y clavo mi mirada en la suya. Le noto dudar. Sus acuosas pupilas tiemblan. Coge el bastón con fuerza y se lo acerca, como demandando el respeto debido simplemente porque se está muriendo. ‘Me da igual, señor’, le digo con la mirada, ‘eres viejo, no dios.’

Cojo aire, me inclino hacia atrás, y suelto la carcajada más sonora que haya soltado jamás. Me agarro el abdomen, por miedo a estallar. Me río. Me río como una loca y sin parar. La gente nos mira al pasar. El Viejo-Mierda se remueve en el asiento, incómodo. No sabe qué hacer. Como tiene el cerebro seco y el corazón podrido no es capaz de imaginar que le puedan pasar cosas así. ¿Que alguien se ría de su verdad? Imposible. ¡Es la verdad más verdadera que existe porque él es viejo! Y todo el mundo sabe que lo único que hace falta en esta vida para ser sabio es vivir mucho tiempo. No vivir mucho, no, sino vivir mucho TIEMPO. Es decir, sobrevivir a muchos días vacíos, uno detrás de otro, con la mirada fija en la nevera y en la radio escuchando coplas, viviendo en una España que hace mucho que no existe, pero qué más da, sin con odio todo se puede inventar. 

Me enjugo las lágrimas, le doy un toque en el hombro, un toque de amigo de toda la vida, y antes de marcharme y dejarle sumido en la más absoluta soledad, esgrimo la mejor de mis sonrisas y le digo: 


- Pues haga el favor de morirse usted primero.


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