lunes, 26 de septiembre de 2016

La mejor dieta del mundo


Es lunes y, como todos los lunes, me despierto con una vaga sensación de martes pegada a las sábanas. Me persiguen las manillas del reloj mientras me estiro, eternamente perezosa en la cama y me quito las legañas como si aún tuviera cinco años y me importase todo una mierda. Bostezo y clavo la mirada en el techo. “Lunes… hoy tenía…” Repaso mentalmente mi agenda, como si pudiera leerla en el techo de mi habitación, y comienza la aventura: “¿…qué me pongo?”


Suelto un bufido, tropiezo con mis ganas de ser una persona de verdad y salgo de la cama a regañadientes con la vida.


Es lunes, y como todos los lunes he olvidado por completo qué he hecho la semana anterior, así que abro mi armario esperando encontrar el universo de envenenadas posibilidades que me esperan siempre allí, rumiando frases de autodestrucción para hacer de mi café de buenos días un café irlandés… y no encuentro nada.


Nada.


Parpadeo confundida.


Ya no está ese jersey monísimo que me acentúa las ojeras. Tampoco está aquel maravilloso vestido gris que me pone cinco kilos más. Ni rastro de esos pantalones la mar de “chic” que me hacen parecer un umpa lumpa vagabundo. Y esa camisa de moderna relamida que me hace bolsas en los lugares mas insospechados, que parezco un ballenato primo hermano de David Delfín, también se ha evaporado.


Es lunes y, entre legaña y bostezo, he olvidado sin querer que llevaba semanas vaciando mi armario, y justo ayer domingo vendí toda mi ropa en un mercadillo a precios tan bajos que un par de veces lloré. De la alegría. Por ver la cara de ilusión que ponía aquella señora de sesenta y muchos que revivía sus años de bohemia locura con mis zapatos y mis vestidos de fiesta. Por escuchar el grito de ilusión ahogado de esa adolescente que no se podía creer que tuviera tantísimas camisetas de sus grupos favoritos… y unas faldas de tutús para ponérselas a juego. Por ver la expresión de secreta satisfacción de aquel señor muy bien vestido que sabía que se llevaba un bolso maravilloso para su mujer a precio de estropajo para limpiar la cocina. Y ya ni hablar de aquella niña de cinco años que miraba embelesada mis coronas de flores, que por el precio de una diadema y la sonrisa más adorable jamás esgrimida, le regalé todas las demás.


Vendí toda mi ropa, me deshice de todo aquello que no me hacía sentir irremediable y caóticamente bien con la idea de ser quien resulta que soy, y me quedé con lo justo para volver a empezar. Lo justo y necesario para diseñarme una nueva vida, una vida a mi gusto, a mi talla. Una vida para mí, y no para los demás. Un futuro a mi medida.


Es lunes y me he dado cuenta de que si alguien se tenía que poner a dieta no era yo, sino mi armario.



1 comentario:

  1. Acabo de descubrir tu blog y me encanta leerte. Es lo que dices y como lo dices. Enganchas!! No lo dejes porfa. Un saludo!!!

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