martes, 21 de febrero de 2017

Una chica, sin más

A ver. Ésta es una de esas historias que no cuentas. Son cosas que te pasan, y una parte de tu cerebro piensa que lo estás viendo por televisión, que es imposible que algo así esté sucediendo, a ti, que eres una persona tan tranquila, tan jodidamente normal. Y decides olvidarla, dejarla atrás.

Hace un par de años, que parecen quinientos pero en realidad no fueron más de tres, tuve un percance con un taxi.

Estaba volviendo a casa un viernes noche. Serían las dos o tres de la mañana. Había bebido un poco y decidí que era más seguro coger un taxi que volver andando a casa. Vivía muy cerca, por la glorieta de Bilbao, a veinte minutos andando del bar en el que estaba pero “¡qué narices!”, pensé. “Me voy a pedir un taxi que llevo tacones y eso hay que celebrarlo”.

Cogí el taxi. Le di la dirección de mi casa y bajé la ventanilla para disfrutar del frescor de la noche… y huir un poco del clásico ambientador de coche, que siempre me da una especie de urticaria emocional.

El conductor bajó la radio que llevaba puesta y empezó a hablar conmigo. Eran preguntas normales: qué tal la noche, si había bebido mucho, que cómo somos los jóvenes, ja ja, que si había quedado con amigos… Y luego empezó a preguntar cosas como si vivía sola, si tenía novio… que si me sentía segura en el barrio. Que si me gustaba fumar.

Llevaba un par de cervezas encima, pero mi cerebro en seguida empezó emitir mil señales de alarma. Dejé de contestar, fingí que me llamaban por teléfono y clavé la mirada en Madrid. El conductor seguía hablando. Que por qué me ponía así, que había que ver cómo era… El tipo estaba haciendo movimientos extraños, pero era de noche, estaba oscuro y yo jamás hubiese podido imaginar que se pudiese estar tocando. Todo aquello superaba mi definición de surrealista, así que lo bloqueé mentalmente y empecé a rezar. Vi un bar, y le pedí que parara ahí mismo, que había olvidado que había quedado con una amiga en ese bar. Se rió y siguió conduciendo. Y siguió tocándose.

Llegamos a mi casa. Le medio tiré un billete de cinco o diez euros, no lo recuerdo, y salí pitada. Ahora me parece ridículo que encima le pagara la carrera al degenerado ese, pero no era capaz de imaginar que la historia no terminase en ese maldito taxi. Le oía corriendo detrás de mí. Riéndose. “¡Pero mujer! ¡Cómo eres! Déjame que te acompañe hasta el portal, ¡no te vaya a pasar nada! ¡Que te llevo hasta la puerta!”.

Me maldije a mí misma y al mundo entero por llevar unos preciosos tacones esa noche, justo esa, y metí la llave en el portal temblando, mascullando mil improperios. Había visto muchas películas, y me parecía estar en una de ellas, representando un papel sin más. Pero no.

Cerré la puerta justo en su cara.

El muy hijo de puta estaba encantado. Se lo había pasado de miedo persiguiendo a una muchacha por la calle con media chorra fuera. Aporreó la puerta, riéndose, frotándose contra ella, diciendo cosas que sobrepasaban mi nivel de comprensión humana. Subí corriendo las escaleras. Entré en mi casa, cerré la puerta y eché el cerrojo.

No encendí ninguna luz. No quería que supiera cuál era mi piso. Me acerqué a la ventana a ver si se había marchado. Se estaba pajeando en la puerta. Me alejé de la ventana. Estaba temblando. Quería llorar, romper algo. Estaba enfadadísima. Con él. Conmigo misma. Con los putos tacones.

Me di una ducha, me puse el pijama y me enterré bajo el edredón. Y decidí que nunca más me sentiría así de desvalida. Que la próxima vez sabría reaccionar. Le metería una hostia. Apuntaría su número de licencia de taxi. Su matrícula. Llamaría a la policía. Le harías sentir como la basura que realmente era. Yo que sé. Algo. Lo que fuera. 

Me pasé días, semanas, caminando a medio correr, mirando a todos lados, sospechando de cada taxi que pasaba cerca de mí o de mi casa. Rezaba para no volver a verle jamás y rezaba aún más para encontrármelo un día andando por la calle, desprevenido, y enfrentarme a él. Ese mierdas sabía dónde vivía, ¿qué le impedía volver otro día a terminar lo que empezó?

Por eso cuando alguien me dice que lo pasó este fin de semana no es para tanto, que el hecho de que un conductor de Cabify haya cogido mi teléfono sin permiso y me haya pedido quedar debería tomármelo como un piropo… me pica el alma. Porque no es un piropo que alguien piense que puede disponer de mí según le plazca, sin contar con mi consentimiento primero. Porque los malos no surgen de debajo de las piedras de un día para otro: se van forjando poquito a poquito en personas que piensan que tienen más derecho a ser felices que los demás, pasto de un privilegio que no son capaces de comprender ni de manejar.  Los taxistas, los policías, los profesores, médicos… son personas en las que confías instintivamente, y cuando son ellos los que se exceden, los que se aprovechan de una situación que tú te has visto forzado a aceptar (porque necesitas llegar a casa, has tenido un problema grave, necesitas una educación, estás enfermo…), aunque el abuso sea leve, solamente un poquito, es doblemente duro porque no te lo esperas en absoluto, porque esas son las personas que se supone que te tienen que ayudar.

Por eso es una cosa seria. Por eso me preocupa. No porque un tío desconocido me escriba por teléfono, sino porque era el tío con el que yo contaba para huir de todos los demás, para volver a casa tranquila, sin mirar por encima del hombro.

Porque no debería hacer falta una historia truculenta para que otros entiendan que no quieres que gente que no conoces, ni quieres conocer, tenga acceso a tus datos privados. Y porque, lamentablemente, ésta es una historia de muchas, una gota en un océano de pesadillas mil veces peores, millones de heridas mil veces abiertas.

Estas dos historias acaban bien. Soy una chica con suerte… pero debería ser una chica que no la necesita. Debería ser una chica, sin más.  

8 comentarios:

  1. A esas personas habría que dejarlas en ridículo públicamente. Habría que grabar sus acciones y luego subirlas a la red. Que lo vean sus familiares, sus vecinos.

    Asco. Me dan asco.

    ResponderEliminar
  2. Es duro leer esto y más duro es saber que va a seguir pasando porque, desgraciadamente, no somos capaces de cambiar la mentalidad y no se educa a los hombres en el DEBER del respeto.

    ResponderEliminar
  3. Y que haya gente que, a pesar de todo, piense "eso es que es un extremo", "no suele ocurrir", "es una excepción". No es que "suceda poco" es que no debería suceder nunca. Tampoco entiendo que al primer suceso se le califique unánimemente como de "depravado, horrible, inaceptable" y sin embargo, a lo segundo (que ya tiene cojones tener que enumerarlos) algo como "bueeno es un piropo", "el muchacho no tenía mala intención", "¿era mono? acepta su invitación!" y ya si entramos en el tema de los piropos callejeros...no acabamos nunca "¿Por qué te lo tomas a mal si es un piropo?" la intención de quienes te dicen algo por la calle no es elogiar, es humillar, sea con "guapa!" o con "puta!".

    Y aun así, y lo que más rabia e impotencia me dará, será el típico gilipollas (porque no hay otra palabra) que diga:
    - Es que llevabas tacones, ibas arreglada por salir de fiesta, es normal que alguno hiciera eso...

    ¿Normal?

    ResponderEliminar
  4. Como sepa quien es, y me lo cruce por la calle, le voy a cruzar un par de cosas

    ResponderEliminar
  5. Al chaval de Cabify que te envio un mensaje x tomar algo le han despedido, no? Espero que no fuese un fan.

    ResponderEliminar
  6. A esos cerdos, que encima pasan por "normales", y que además se valen de la situación de poder que en determinado momento le da su profesión, les vale una de nosotras -adulta- con tacones o una niña de 15 años en vaqueros o en botas de militar. Y la impotencia por no haber sabido reaccionar siempre nos persigue. Pero creo que siempre actuamos como mejor sabemos y de forma que, oliendo el peligro, salvaguardados lo mejor posible nuestra integridad, y eso pasa por hacernos las tontas, o reprimir la ira y el miedo que nos sacude. Intuimos que si logramos llegar podremos contarlo. Y para poder llegar y contarlo nos vemos obligadas a manejar la situación con mucho tiento. NO es nuestra culpa. Ojalá, pienso, pesara yo 100 kg y fuera toda músculo, la de hostias que no me haría falta repartir, y la de tíos que no se hubieran aprovechado. Dan mucho asco. Pero nosotras NO tenemos la culpa. Son ellos.

    ResponderEliminar
  7. A esos cerdos, que encima pasan por "normales", y que además se valen de la situación de poder que en determinado momento le da su profesión, les vale una de nosotras -adulta- con tacones o una niña de 15 años en vaqueros o en botas de militar. Y la impotencia por no haber sabido reaccionar siempre nos persigue. Pero creo que siempre actuamos como mejor sabemos y de forma que, oliendo el peligro, salvaguardados lo mejor posible nuestra integridad, y eso pasa por hacernos las tontas, o reprimir la ira y el miedo que nos sacude. Intuimos que si logramos llegar podremos contarlo. Y para poder llegar y contarlo nos vemos obligadas a manejar la situación con mucho tiento. NO es nuestra culpa. Ojalá, pienso, pesara yo 100 kg y fuera toda músculo, la de hostias que no me haría falta repartir, y la de tíos que no se hubieran aprovechado. Dan mucho asco. Pero nosotras NO tenemos la culpa. Son ellos.

    ResponderEliminar