domingo, 28 de mayo de 2017

El camino espera


Sé que he hecho mal. Me he ido quince días a hacer el camino de Santiago y no os he contado nada. En mi defensa diré que han pasado tantas cosas que no sé por dónde empezar. ¡De verdad! El día que abra la boca querréis que la cierre para siempre, así sin más.

Y la gran mayoría de ellas no os las puedo contar ahora.

A ver.

Eso es mentira.

Os las puedo contar perfectamente, pero se perdería un poco la gracia, la verdad.

Pero puedo empezar por hablaros del camino. Me puedo poner muy intensa y trascendental y contaros que me ha cambiado la vida. Os puedo contar cómo,  paso a paso, me he ido convirtiendo en alguien distinto, alguien a quien no me importaría conocer cada día un poquito más. También puedo echarme confetti por encima mientras os lo cuento.

Pero elijo empezar por deciros que soy feliz, como hacía décadas que no era. Y me duele saber que no exagero ni un poquito. He dejado la veintena atrás con tristeza, dándome cuenta de que no me parecía en nada a la niña que fui, que siempre quise seguir siendo.  

Y cumplir treinta… ha sido el mejor despertador que se puede tener.

Y me fui a hacer el camino. Porque quería. Porque podía. Y me fui sola, con menos miedos de los que esperaba, y cargada de ilusión.

Por supuesto, como no podía ser de otra manera, no me preparé en absoluto. Quiero decir: hay gente de setenta e incluso de ochenta años que lo hace, no podía ser tan complicado, ¿no?

Cogí una mochila vieja que encontré en casa de mis padres, me compré un palo de cuatro euros por internet, unas botas nuevas que sólo me puse para comprobar que me iban bien, un sombrero de explorador del Decathlon y un montón de calcetines. Cogí un par de mallas de mi armario, cuatro camisetas viejas y un pack de bragas de algodón de esas que dices que nunca te comprarás pero que resultan ser lo mejor que te has puesto en tu puñetera vida.

Me cogí un tren a León y decidí que iba a poder con ello.

El primer día fue terrible. Y el segundo. Y el tercero. Después de casi cinco años sin moverme de una silla, escribiendo, componiendo sin parar (y para qué, diréis muy sabiamente)… después de cinco años viviendo bajito, sin hacer todo lo que quería hacer, todos mis músculos y mis huesos tenían una crisis de identidad muy grande. Vamos, que me dolía absolutamente TODO.

El cuarto día me caí. Me avisaron de que iba a ser un día duro, todo bajada, que me lo tomara con calma, que lo mismo llovía.

Que lo mismo llovía.

Hijos de una hiena.

Diluvió.

Llevaba las mallas de deporte más absurdas del mundo, una chaqueta-chubasquero de cinco euros del Decathlon y un poncho enorme que me dio mi padre en el último momento con una mirada de “fíate de mí que soy gallego” a la que no pude decir que no. Y menos mal. Me puse todo lo que tenía y, encima de las capuchas, mi comiquísimo sombrero de explorador de ala ancha y cordón.

La mierda de ir sola a estas cosas es que nadie te puede sacar fotos a la altura de las circunstancias.

Pues me puse a subir los montes que me quedaban hasta llegar a Foncebadón. Y después bajada. Hasta Molinaseca. Porque todo lo que sube baja, y sólo ahora que he hecho el camino de Santiago entiendo esa puta frase de verdad.

Me caí a mitad de jornada. Más bien me comí el suelo, con ganas, con alevosía y hambre, vaya. Otra vez, no había nadie a mi alrededor para disfrutar de la soberana hostia que me metí, así que me tuve que reír sola y seguir andando como si nada, porque la vida sigue, y el camino espera.

El resto del día lo pasé escuchando música celta y riéndome sola bajo la lluvia, arrastrando un poco la pierna izquierda, porque algo me había hecho en la rodilla pero estaba demasiado flipada con el maravilloso paisaje como para pararme a mirar, o siquiera pensarlo. No podía dejar de dar gracias por estar viva, por haberme atrevido a echar a andar cuando todo el mundo me decía que me había vuelto loca, que no lo iba a conseguir, que por qué no me iba a una playa a Portugal a ver pasar el tiempo y beber sin parar.

En pleno diluvio, me perdí, y encontré el camino de nuevo detrás de una casa. Tenía que haber sacado una foto, sólo así comprenderíais cómo me sentí.  Creí que el mundo se hundía bajo mis pies.

No podía bajar por ahí.

Sólo llevaba un palo, un poncho que me quedaba cuatro tallas más grandes y una rodilla que se negaba a funcionar. Ahora en casa me imagino allí, lo pienso bien, y fui una imbécil y una temeraria. Sin ningún tipo de preparación, sin el equipo adecuado y con una rodilla jodida (que aún a día de hoy, unos veinte días después, médico y rehabilitación, no me deja andar bien) miré el hoyo embarrado que hacía de camino y me lo pensé. Llamé a mi padre, buscando fuera de mí ese sentido común que obviamente yo no tenía, y mi padre, que no veía lo que yo veía, que no le dolía lo que a mí me dolía ni llevaba veinticinco kilómetros a sus espaldas bajo la lluvia, no supo qué decirme. Se debatía entre animarme a seguir y conseguirlo y  darme permiso para rendirme… me quedaban menos de 10 kilómetros, y justo en ese momento aparecieron dos señoras de unos cincuenta años, súper equipadas hasta los dientes, con dos palos técnicos maravillosos y mini mochilas… me sonrieron… y se metieron en el hoyo.

-       Papá, perdona, tengo que dejarte. Han pasado dos señoras y ahora tengo que ir. Joderjoderjoder. Te dejo. Te llamo cuando salga… - colgé – si salgo.

Agarré mi palo y las seguí hacia la oscuridad. Apagué la música. Lo guardé todo bien guardado y me concentré en no caerme. El hoyo embarrado poco a poco se fue convirtiendo en sendero, lleno de piedras y con un riachuelo improvisado por la lluvia constante. Las ramas de los árboles se cernían sobre nosotros, atrapando la luz. Hubo un par de momentos en los que realmente pensé que no saldría de allí. Bajada constante, el suelo mojado, no paraba de llover... Mi rodilla estaba cada vez peor y el cansancio se iba notando cada vez más. Recuerdo que iba musitando “poco a poco, poco a poco” constantemente, como si de una oración se tratase. En algún momento adelanté a las señoras, que parecían sacadas de un anuncio de Desafío Extremo y a sus dos pares de palos técnicos repipis que aprendí a odiar de pura envidia pasajera (porque mi palo es lo puto más), pero estaba tan concentrada en no caerme colina abajo que ni siquiera pude saborearlo.

Y llegué. Llegué a Molinaseca, joder. No podía creérmelo. Caminé hacia el primer banco que vi y me eché a llorar. Llamé a mis padres, que por supuesto nunca dudaron de que lo conseguiría, claro, y me quedé un rato ahí, clavada, mirando la lluvia caer, porque por supuesto seguía lloviendo.

En fin. Aventurillas como ésta, todos los días. Conocí a un montón de gente, reí, lloré, brindé con gente que venía desde la otra punta del mundo, hice un amigo para toda la vida y encontré el sitio perfecto al que volver. Me perdí tres veces, pasé miedo otras tres, y me hicieron fotos guiris desconocidos que no podían creerse mis pintas y lo confundían con “autenticidad y austeridad”, como si fuese el mejor complemento de moda para las selfies de su viaje. Que no señora, que ni lo uno ni lo otro: es que no tengo ni dinero ni ganas para forrarme entera de The North Face.

Mentira.

Mentira otra vez.

¡Si tuviera dinero me hubiese comprado hasta protegeslips de The North Face, joder!

Hacer el Camino de Santiago sola fue un puñetero regalo, la mejor peor idea que he tenido nunca, el viaje que siempre quise emprender y nunca tuve el valor de imaginar. Fui de León a Santiago, y ahora quiero más.

Bailé en el bosque, canté en la oscuridad. Hablé con el viento y me perdí entre las ramas de los árboles al andar. Reí, lloré, soñé con tanta fuerza que me dolía el alma de tanto amarlo todo sin parar. Fui tan feliz que pensé que iba a entrar en combustión espontánea.

Esta nueva yo empieza hoy a planear el camino entero. Sola, por supuesto. Sola, con todo lo que soy y todo lo que temo... Que cada vez es menos, la verdad. Y con todos vosotros… ¡porque luego vengo y os lo cuento!

Seguiré andando, porque la vida sigue, y el camino espera.


2 comentarios:

  1. Me alegro muchisimo. Me has dado todavia mas ganas de hacerlo este verano. Me alegro porque saber que estas asi...a la gente que sin conocerte te apreciamos... (por lo menos en mi caso) me reconforta.
    Me das envidia...sana....pero envidia. Espero que me ayude como a ti porque estoy en una situacion vital parecida a la que tu estabas. Ya veremos.
    En definitiva. Felicidades por superar la prueba y ganas de ver que nos depara electricnana post camino que seguro sera tremendo.
    Beso

    ResponderEliminar